El estruendo provocado por los testimonios de artistas famosas contra Weinstein —Ashley Judd, Mira Sorvino, Angelina Jolie o Gwyneth Paltrow— ha desencadenado un enorme terremoto en Estados Unidos que se ha sentido en todo occidente y que ha ido derribando, en cascada, a un rosario de hombres poderosos, semidioses en sus respectivos gremios. Un seísmo que ha animado a cientos de miles de mujeres anónimas que, bajo el grito de Me too (Yo también) y sintiendo que no están solas, han roto el silencio y se han lanzado a compartir sus propios casos de abuso. El fenómeno ha alumbrado un potente movimiento contra esta lacra que no solo ha logrado que la sociedad empiece a considerar esta práctica violentamente machista como algo intolerable, sino que también puede actuar como catalizador para luchar y visibilizar la raíz del problema: la discriminación de la mitad de la sociedad.
“Este movimiento ha conseguido que la sociedad, al menos en la esfera pública, ponga la carga de la responsabilidad en el acosador, y no en las mujeres. Les ha dado credibilidad y ha racionalizado que desde la violencia de baja intensidad con comentarios inoportunos hasta el acoso sexual más agresivo es responsabilidad de quien agrede”, señala la profesora Laura Nuño, directora de la cátedra de Género de la española Universidad Rey Juan Carlos. Un cambio de discurso que ya es difícil que se repliegue, dice. Porque cuando algo se clasifica como injusto ya no puede verse públicamente como tolerable.
Por qué ahora, por qué estas denuncias y no las de hace dos, cinco o diez años, como las interpuestas contra Bill Cosby o el escándalo del presentador estrella de la Fox, Bill O’Reilly. Es inevitable preguntárselo. Hay que buscar la respuesta en la expansión de los movimientos feministas, en el caldo de cultivo que se venía cociendo desde hace al menos un año: la fuerza y resistencia del movimiento ‘Ni una menos’ en América Latina; la inédita Marcha de las Mujeres del pasado enero en Washington contra la agenda ultraconservadora del presidente Donald Trump, un gobernante acusado a su vez de acoso; los paros de mujeres en marzo en todo el mundo; las multitudinarias manifestaciones contra la violencia machista. El movimiento Yo también es la noticia internacional del año para este diario y 2017 ha sido, dicen, el año de las mujeres.
No por casualidad feminismo ha sido declarada como palabra del año por el diccionario estadounidense Merriam-Webster, que ha revelado que en 2017 las búsquedas del término se han incrementado más de un 70% respecto al ejercicio anterior. Jamás antes tantas mujeres —también hombres— de distintos ámbitos se habían definido públicamente como feministas, palabra maldita durante años (y que aún incomoda a muchas).
Hay un legítimo debate sobre si todo esto tiene algo de revolución o de moda. Si es un cambio sociológico o una erupción pasajera. Habrá que esperar unos años para saberlo. Aunque parte de esa metamorfosis tan esperada ha llegado ya.
Cambio tangible
El fenómeno ‘Yo también’ ya se ha notado en las urnas. En Alabama, un bastión conservador de América, el candidato republicano ultra al Senado, Roy Moore, se estrelló en las elecciones hace unos días, lastrado por su radicalidad, pero también por las acusaciones de abusos a adolescentes tres décadas atrás, cuando él era un treintañero. Hace más de un año otras acusaciones de agresión y abuso no frenaron la victoria de Trump en las presidenciales. Ni siquiera una grabación de 2005 en la que afirmaba que, cuando eres una “estrella”, las mujeres te dejan hacer “cualquier cosa”, como agarrarlas “por el coño” pasó factura al candidato.
Emily‘s List, una organización de EE UU que lleva más de tres décadas promoviendo la participación de la mujer en la política, no da crédito a los números de 2017. “Desde las elecciones presidenciales [8 de noviembre de 2016] unas 25.000 mujeres han venido a nosotros interesadas por presentarse a algún cargo electo. Para poner ese número en contexto: en todo ese 2016 solo acudieron 920”, explica la presidenta de entidad, Stephanie Schriock. “Estamos viendo un momento sin precedentes de activismo político entre mujeres, como no lo habíamos visto en nuestro 32 años de existencia”, asegura. Algunas ya han llegado a sus puestos: de las 65 candidatas a las que han apoyado en 2017, 43 ganaron. Parten, eso sí de un suelo muy bajo: en el Congreso, por ejemplo, las mueres no llegan al 20%.
El vendaval ha llegado también a otros países. En Suecia, el defensor de la Igualdad ha colocado en revisión las prácticas de una cuarentena de grandes empresas, se va a endurecer la ley para especificar que toda relación que no tenga el consentimiento expreso es abuso sexual. El “no es no” no es suficiente, ha afirmado el primer ministro Stefan Löfven, “sólo el sí quiere decir sí”. En Francia, donde se está preparando una ley contra el acoso callejero, el presidente Emmanuel Macron ha fijado la igualdad entre mujeres y hombres como la “gran causa” de su mandato en una sociedad, dijo, “enferma de sexismo”.
Todas las revoluciones sociales avanzan a empujones: saltando dos pasos de golpe y retrocediendo uno. Hasta que cuajan. Pero lo que el movimiento Me too ya ha dejado claro es que ha servido de catarsis. Pesos pesados del mundo del cine y la televisión han caído en desgracia, políticos notables han abandonado sus puestos señalados por su propios partidos. Y lo que no es menos importante: algunos hombres han salido a lamentar y admitir abiertamente que no se tomaron lo bastante en serio el abuso contra las mujeres.
En noviembre, el actor Alec Baldwin entonó un crudo mea culpa. “He tratado a las mujeres de una manera muy sexista”, dijo el intérprete de 59 años. Y continuó sin medias tintas: “He intimidado a las mujeres. Las he pasado por alto. Las ha subestimado. No como una norma, pero de vez en cuando he hecho lo que muchos hombres hacen, que es... cuando no tratas a las mujeres de la misma forma en la que tratas a los hombres. Soy de una generación que realmente no lo hace y me gustaría cambiar eso”.
A la hora de valorar si la sociedad está viviendo de veras un cambio de mentalidad, un reconocimiento de esta franqueza resulta una pista mucho más fiable que los despidos fulminantes de empresas. Porque estas, en muchos casos, eran plenamente conscientes del acoso y maltrato sistemático de sus estrellas contra las subordinadas y solo actuaron cuando temieron el daño a su reputación.
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El trato abusivo de Harvey Weinstein era conocido por buena parte de Hollywood, como los múltiples testimonios demuestran. Otro ilustre repudiado es el veterano periodista televisivo Charlie Rose, de 75 años, al que las cadenas CBS y PBS despidieron hace un mes después de que ocho mujeres le acusasen de acoso sexual. Una de las que lo señalaron, que tenía 21 años cuando sucedieron los hechos (se desnudaba ante ella y le describía fantasías sexuales), se lo había comunicado en su día a la productora. Esta le quitó importancia al asunto: “Es Charlie haciendo de Charlie”, le dijo. Ahora, esa productora ha dicho que se arrepiente.
Es un ejemplo de que el acoso persistente solo es posible con una cultura que lo ampara y lo relativiza. Alyssa Milano —la actriz que espoleó el movimiento Me too en las redes sociales— clamó algo similar en respuesta a Matt Damon. El actor pidió hace unos días diferenciar “entre tocarle el culo a alguien y una violación, o abusar de un niño”. Todo, dijo, debía erradicarse, pero, al mismo tiempo, sin “mezclarse”. Y remató: “Vivimos en esta cultura del escándalo, que tendremos que corregir para poder decir: ‘Espera un momento. Ninguno de nosotros es perfecto”. “No estamos indignadas porque alguien nos tocó el culo en una foto. Estamos escandalizadas porque nos hicieron sentir que esto era normal. Hay diferentes etapas en un cáncer. Algunas son más tratables que otras. Sigue siendo un cáncer”, replicó Milano.
Moda o no, una nueva generación de mujeres inconformistas ha espoleado el movimiento compartido con las adultas, cada vez más conscientes de la desigualdad, aunque también del poder del activismo. Pero los procesos de transformación del feminismo, como apunta la experta en temas de género Mónica Roa, son extremadamente lentos porque hay que cambiar grandes estructuras y dinámicas muy profundas. “Además, cada victoria se hace más difícil, porque genera la pregunta ‘pero qué más quieren”, señala Roa.
El campo de batalla es infinito. Cada diez minutos un hombre asesina a una mujer que es o fue su pareja, según la ONU. Una de cada 14 mujeres ha sufrido algún tipo de abuso sexual, como revela la Organización Mundial de la Salud (OMS). En Europa, ellas ganan, de media, un 16,3% menos por hora trabajada que los hombres; en EE UU, un porcentaje similar. Sólo la quinta parte de los altos ejecutivos de los países del G7 son mujeres. En las principales compañías de la Bolsa europea, el 74,7% de los presidentes, miembros del consejo y representantes de los trabajadores son hombres. En América Latina y Caribe, la tasa de participación laboral femenina lleva años estancada en un 53%. Y así, ad infititum.
“El movimiento Yo también ha desencadenado una auténtica tormenta que todavía no ha cesado y que debe aprovecharse”, recalca Virginija Langbakk, directora del Instituto Europeo de Igualdad de Género (EIGE). Cree que el fenómeno logrará una mayor conciencia de las empresas, los Gobiernos y las fuerzas de seguridad sobre el acoso y el abuso sexual. Ha sido la historia del año. Falta que sea el año en que cambia la historia.
‘La manada somos nosotras’ contra la cultura de la violación
Ningún gigante ha caído en España por el peso de una denuncia pública de acoso o abuso sexual. El escándalo que ha derribado a Harvey Weinstein, Charlie Rose o el senador Al Franken en EE UU no se ha replicado con nombres en la industria del cine, la política o las grandes empresas. La magnitud y coincidencia temporal con el llamado caso de la manada, en el que cinco jóvenes están acusados de violar en grupo a una chica en Pamplona, en las fiestas de San Fermín del año pasado, ha opacado en cierta manera el fenómeno Yo también.
No sólo porque el suceso es gravísimo, también por cómo se ha desarrollado el proceso judicial, en el que el juez admitió como prueba el seguimiento que un detective hizo a la víctima durante los meses posteriores a la violación, a petición de uno de los acusados, para probar que llevaba una vida normal. Y este es sólo un pequeño ingrediente de un caso y un juicio que han provocado una oleada de indignación contra la culpabilización de las mujeres y la cultura de la violación que aún impera en una sociedad en la que, por ejemplo, una juez es capaz de preguntar a una mujer violada si cerró bien las piernas; como ocurrió en un tribunal español el año pasado. Esa cólera, esa irritación y hartazgo ha derivado en manifestaciones multitudinarias que, con el lema La manada somos nosotras —en referencia a cómo se hacía llamar el grupo de presuntos violadores—, han sacudido no sólo las redes sociales sino también las calles.
La manada, el Yo también y, antes de estos, Mi primer acoso que se popularizó en Twitter y Facebook en América en 2016, han animado a las mujeres a romper el telón de sus secretos. Como en La caja de Pandora, un grupo privado de mujeres de las artes y la cultura que ya tiene más de 3.000 inscritas. O como el movimiento We are not surprised (No nos ha sorprendido), con el que galeristas, artistas, escritoras y trabajadoras del mundo del arte de Reino Unido, Japón, México o España han denunciado haber sido acosadas. La carta inicial, en la que dicen que no les sorprenden ninguna de las terribles historias de abuso, la han firmado ya casi 10.000 personas.
Movimientos que han despuntado porque los antecedentes hacen pensar a muchas mujeres que es más eficaz la denuncia pública —con la que se sienten acompañadas— que afrontar un proceso judicial que las culpabilice por cada paso que dieron.